martes, 19 de diciembre de 2017

Doce años



Hace doce años, llegaba a la estación de Méndez Álvaro una chiquilla que acababa de salir de las faldas de su madre. Llegaba desde Extremadura con una maleta bastante pequeña para todos los sueños que contenía. Ella quería ser escritora y reportera de guerra. Para aprender lo que todavía hoy -y contra todo pronóstico- considera el oficio más hermoso del mundo, se había matriculado en periodismo, en la Universidad Complutense. Entre aquellos muros grises echó sus buenas horas aprendiendo cómo gestionar la materia de los sueños. Como esta se escurre, engorda, se desinfla, cambia de color o forma. Allí aprendió mucho sobre la felicidad. Sobre cómo escoger a su propia familia. Sobre la amistad. Quizás aprendió más sobre todo eso, que sobre periodismo, pero aun así, siempre recordará aquellos años con tremendo cariño, y a las personas que se quedaron en su vida desde entonces, como regalos inesperados de un destino que fue generoso al cruzar sus caminos. 

También quería viajar. Ver el mundo. Conocer personas, paisajes, carreteras, aeropuertos. Quería volar. Y voló. Doce años. Nueve países. Dos idiomas consolidados. Muchos amigos y amigas que recordar, aunque ya no estén en su día a día. Gente interesante, intrépida, flexible, tolerante y abierta que le enseñó mucho sobre cómo crecer de verdad, desde adentro. Y aunque siempre tuvo ciertas dificultades, por su carácter disperso y un tanto peregrino, de conservar demasiadas amistades de unas etapas a otras de la vida, aún recuerda esos nombres, esa lluvia, ese frío, ese calor, ese desierto, esas noches, esas cajas de juguetes, esas sonrisas, esos idiomas que afloraban entre vasos de cerveza, ese bagaje de inestimable valor, esas clases de inglés con resaca, esos niños, esas casas, esos trabajos de mierda, ese volante a la derecha, esas mochilas, esos albergues, esos campings, esos vuelos low cost… Lo recuerda todo. Y todo lo guarda como tesoro perpetuo. Como cimientos de su persona. Como pilares de su desarrollo. Liverpool, Toronto, Nouackchott, París, Amsterdam, Estambul, Oporto, Roma, Dublín… y tantas otras. Tantas ciudades, pueblos y calles que vieron pasearse a su juventud, de la mano de sus sueños. 

También quería escribir. Es lo que siempre quiso. Vivir a lo grande para contar la vida, con permiso de los maestros y maestras que habían despertado ante ella entre los libros que bebía sin respirar. Con García Márquez viajó a Macondo para nunca regresar. Pablo Sapag y Pérez-Reverte le enseñaron la guerra. Con Galeano recorrió la sangre latinoamericana. Y con Almudena Grandes visitó España, su carácter y su historia. Y viajó atrás en el tiempo con Simone de Beauvoir para poder observar de frente a la mujer que era, a la que sería, y a las que la acompañaban. Amuebló con reflexiones de Virginia Woolf su habitación propia, y pintó versos de Benedetti y de Neruda en todas las esquinas de su alma. Persiguió a Federico García Lorca. Pastoreó con Miguel Hernández. Y con muchos otros y otras viajó en el metro, en el tren y en el autobús, recorriendo las arterias y las venas de la ciudad sin fin que ya se había convertido en su casa. 

Y ardió bajo sus pies Malasaña. Y los bares más rockeros de los bajos de Argüelles. Luego Lavapiés y su flechazo multicultural. Después tuvo un barrio y en él, también un bar. Y amigos y amigas con los que reír, con los que debatir en la barra, con los que agotar aquellos años felices. Muchas se marcharon y ya nada volvió a ser lo mismo. Pero seguía siendo su casa, su lugar. Otras venían. Se quedaban un rato y volvían a cambiar las caras, las luces y las sombras de aquella preciosa ciudad de los sueños. Mientras tanto, ella pasó por trabajos, alguno vocacional, precioso y mal pagado. Otros de mero trámite con promesas de jugosas nóminas que quedaron sobre el escritorio porque, para bien o para mal, nunca aceptó firmar hipotecas sobre sus sueños. Hizo muchas cosas por su profesión y por su pasión. Hizo otras tantas creyendo que el mundo podía cambiar,y coqueteó con la política, pero no se entendieron, y se asomó a los lugares más injustos, y gritó a los cuatro vientos que había que cambiar las cosas, y sintió el sufrimiento ajeno, y lloró por no poder hacer gran cosa, pero hizo lo poco que pudo. Pero ni cambió el mundo, ni cambió su profesión. Y desde luego su pasión tampoco cambio, y entre pasos, etapas, contratos, parones, manifestaciones, descubrimientos y frustraciones, siempre corrieron ríos de tinta desde sus dedos. Siempre escribiendo. Siempre contando y contándose para qué vivía así. 

Y llegó él. Y ella le enseñó la ciudad con entusiasmo. Y él la pilló con ganas, a ella, y a la ciudad. Y volvieron a arder las calles para los dos, para que ellos pudiesen pasear su amor al calor del asfalto. Y montaron un nido y se vieron crecer. Y luego llegó ella y lo cambió todo. Lo llenó de risas, de llantos también, de preguntas con y sin respuesta. Iluminó cada rincón del nido. Resonaron sus carcajadas por milenios en las ondas perdidas de su universo particular. Y aprendió. Aprendieron. Y no fueron dos, fueron tres. Y fueron felices en aquella ciudad que, decían, no era ciudad para criar un amor como aquel. Y aunque ella nunca estuvo deacuerdo, pasó el tiempo y aumentaron las preguntas y disminuyeron las respuestas. De pronto, como nunca antes, necesitaba otra cosa.

Un día decidieron que volarían de allí. Que querían volver a casa. A la otra casa. Porque allí se sentían de hecho, en su hogar. Pero ahora tocaba otro ritmo, otro estilo, otro horizonte. Es difícil expresar lo que se siente cuando sabes a ciencia cierta que un camino se termina, pero lo sabían. Ella lo sabía. Así que metió sus cosas en unas cajas, y en la furgoneta que siempre soñó y que ahora tenía, abandonó Madrid por una carretera hacia el sur. Con su familia de cinco, sus grandes amores y mejores compañeros. A su espalda, agitaban el pañuelo los sueños inconclusos, todo lo que quedó por hacer. Pero también sonreían despidiéndose todas sus metas logradas, las ilusiones y los sueños con los que nunca negoció y que finalmente fueron de ella. Todos le decían adiós (o hasta pronto) menos uno: el de siempre. El sueño más viejo. La pasión más grande de todas iba dentro de esa furgoneta y dentro de su corazón: su vieja máquina de escribir, su ordenador de letras desgastadas, sus decenas de cuadernos y libretas con manuscritos e ideas, sus bolígrafos favoritos. Ellos sí volvían con ella a su primera casa. Si ellos estaban acompañándola, ¿qué podía salir mal? 

Y de pronto comprendió que, aunque la pena le estuviera agitando en la cara esos doce años de felicidad, el futuro les miraba con rostro generoso. Al final de esos kilómetros estaba un nuevo horizonte de paz, una familia que siempre la esperó, algunos de las amistades cuyo recuerdo se perdía en la patria infancia y una tierra que le era tan ajena como propia. Volvía a sus orígenes con todo ese equipaje de crecimiento, con todo ese futuro por delante, con todas esas ganas de escribir más que nunca, de verla crecer sin prisas, de amarle a lo largo de los años, de ver a sus padres disfrutar de sus años dorados… En definitiva, volvía con las mismas ganas de comerse el mundo que un día le llevaron a marcharse. Sabía que ahora el mundo tendría otros sabores más profundos, otros olores más serenos, y una voz dulce que le quería recordar a cada momento aquella frase que una señora muy mayor y que había sido emigrante, le dijo en la ciudad de Liverpool hace casi once años: There is no place like home. No hay ningún lugar en el mundo como tu hogar.

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