domingo, 31 de diciembre de 2017

Carta a 2017



Pasan los años y me vuelvo cada vez más tradicional. Es algo que me aterra pero aunque lo veo venir, no me aparto. Esta carta con ese casposo título se está convirtiendo en una de mis tradiciones navideñas y como yo cada vez soy más casposa también, y tengo más años, me vuelvo rutinaria y predecible también en mis letras. También en mis hábitos como escritora. Hoy, el último día del año, es desde hace varios uno de estos momentos en que, si no escribo, lloro tinta, como en milagros marianos. Y para no ensuciar la mantelería buena de mi madre, me permito este desahogo y doy permiso a quien considere para pasar de leer otra roñosa carta de año nuevo…

2017, no podías quedarte sin tu carta. Has sido un año que, contra todo pronóstico, has conseguido sorprenderme. De hecho, terminas de una manera tan inesperada que puedo prometer que nunca te olvidaré. Has sido un año de Cambio, con mayúscula. He cambiado de estado civil y me he vestido de blanco –quién lo iba a decir-, pasando si bien no por el altar en sentido estricto, si por el pasillo de las mejores sonrisas de amistades y familiares en un día fantástico que inauguró un año memorable. El día de mi boda no cambió para mí absolutamente nada. Ni siquiera fue el día más feliz de mi vida, como se supone que debería esperar, pero es que ese ya  le tocó a 2015 y estaba el listón en modo rascacielo. No obstante, fue un día para recordar. Y si fue un día que me tocó el corazón, por las tremendas muestras de cariño que recibí, y por haber podido celebrar con mi compañero nuestro proyecto de vida.

Como para recordar ha sido este año en lo laboral: un año completo disfrutando de un trabajo que lo cumplía todo para mí: la radio comunitaria ha sido sin lugar a dudas mi techo en realización no solo profesional, si no personal. Las personas que he conocido, con las que he trabajado, me han enseñado tanto que no sabía sobre mi profesión, sobre mi ciudad, sobre mí misma… No hay palabras para describir lo que he dejado atrás con este año de trabajo en la que ya será para siempre mi radio, y un poquito mi barrio: OMC, Villaverde, tanta realización, tanta motivación, tanta alegría de levantarme por las mañanas a hacer algo que amo: mejorar mi pequeña porción del mundo a través de la comunicación, poniendo todos los días toda la carne en el asador para conseguir tantas pequeñas-grandes victorias. Este trabajo que ha sido a la vez mi gran triunfo y mi mayor renuncia de este año que se va. Este trabajo que abandoné hace pocos días entre lágrimas. Este trabajo que me ha dado tanto, tantísimo. Qué bello ha sido. Gracias, 2017, por permitirme experimentar semejante realización. 

Y es que este año ha sido un año también de grandes decisiones, de las que exigen estar a la altura. Ha habido que cambiar el rumbo, en ocasiones con horizonte esperanzador, en otras con nubarrones a la vista, y en algunos momentos muy a nuestro pesar. Pero finalmente, soltamos amarras y decidimos que la vida nos estaba llevando por otros caminos y que la resistencia no tenía mucho sentido. Hubo que aprender a bailar con los cambios, a desenvolverse entre ellos y a mirarles de frente. Si algo se ha notado en este año es que ahora somos un equipo que debe remar en la misma dirección. Así lo hemos hecho, y la marea nos ha llevado de vuelta a casa, dejando atrás otra donde hemos sido francamente felices. Tantos sentimientos encontrados, las renuncias, las despedidas apresuradas, el futuro tan incierto, ahora tentador, ahora inquietante. Supongo que todo ello ha conformado la fórmula perfecta para terminar de enseñarme a vivir en el presente, porque mis planes de futuro para 2017 eran muy diferentes a los que han terminado dándose. Una tremenda lección la que me he llevado de tus últimos días, 2017. Gracias por ello. 

También un año de vida, de sueños cumplidos sobre cuatro ruedas. El año en que estrenamos nuestra furgo y con ella, los kilómetros de experiencias, de paisajes, de noches estrelladas, de carretera tras carretera, del interminable bucle del cocherito leré, y de nuestra felicidad al arrancar hacia horizontes imaginados que pronto serían nuestros, ya para siempre. Nuestros viajes, probablemente de las mejores cosas de este año, que a estas alturas de esta carta ya se ve, ha sido generoso. Hemos conocido Cuenca, más parajes de la preciosa costa alicantina, Navarra, una buena y alucinante parte de Francia en su costa oeste, rincones de nuestra propia Extremadura como las imponentes Hurdes, Andorra, Huesca… Y ante todo, nos hemos demostrado de todo lo que somos capaces cuando soñamos a la vez y dejamos a los sueños, ser. Otro aplauso para ti, 2017, por traernos sueños y permitirnos cumplir los más viejos con las personas más amadas. 

Pero sin lugar a dudas, lo mejor, el sin duda más precioso y más perfecto regalo de este año que cerramos ha sido su voz: sus palabras, su tremenda destreza para juntarlas, su timbre cantarín, gracioso y pizpireto. Esos pequeños diálogos que ya tenemos y que cada vez tienen más consistencia. Esas preguntas perfectas. Esas salidas inesperadas por su genialidad. Eso ha sido lo mejor. Hablarla y que me hable. Tenerla con fuerza, salud, hambre de vida. Verla crecer a ese ritmo que ya lanza sobre mí sombras de nostalgia y pena que arrastran a mi bebé al recuerdo para dejar ante mí a la niña perfecta que es hoy mi hija. Con su carácter rebelde, con su tremendo empeño en conseguir todo lo que se propone. Por todo lo que a ella la compone, volvería a tomar las mismas decisiones, volvería a renunciar a las mismas cosas, de nuevo haría todo lo que he hecho para tenerla en mi vida. Sin pensarlo. Gracias, 2017, por conservármela con esa alegría y esa vida intensa que me regala a cada momento. Gracias por todo el aprendizaje que nos entregamos. Gracias, sin más. Por ella.Y por toda la gente que la quiere tanto.

Y gracias por devolverme al camino de mi sueño más viejo, y gracias por todas las personas que me facilitan caminar hacia esas metas que suenan a locura trasnochada. Gracias por mi marido, que lo comprende y lo sostiene. Gracias por mis padres, que siempre lo han soñado conmigo, gracias a todas las personas me han dado esos empujoncitos necesarios para saltar al vacío incierto pero tan ansiado. Gracias por recolocarme frente a la escritura, esa vieja amante que ahora va a caminar más cerca de mí que nunca. Esta noche, cuando te vayas, no te olvides de dejarme esa determinación y esa claridad con la que me has permitido ver cuál es mi camino creativo como escritora. Permíteme que siga esa senda. Déjame el valor, las ganas de trabajar duro, la motivación, y los sueños que conforman mi combustible. 

Todo lo demás, puedes llevártelo a ese limbo de momentos y años que se pierden en las constelaciones de recuerdos que ya atesoro después de estos treinta años a los que he llegado contigo. Dejemos que descansen todos esos ratos de diferentes sabores, colores y formas, que se acomoden en mi memoria para abrazarlos de nuevo más adelante. Hasta siempre, 2017, el generoso. Has sido un gran año y me has dejado aprendizajes eternos, momentos inolvidables, pruebas superadas y mucho amor por el camino.

martes, 19 de diciembre de 2017

Doce años



Hace doce años, llegaba a la estación de Méndez Álvaro una chiquilla que acababa de salir de las faldas de su madre. Llegaba desde Extremadura con una maleta bastante pequeña para todos los sueños que contenía. Ella quería ser escritora y reportera de guerra. Para aprender lo que todavía hoy -y contra todo pronóstico- considera el oficio más hermoso del mundo, se había matriculado en periodismo, en la Universidad Complutense. Entre aquellos muros grises echó sus buenas horas aprendiendo cómo gestionar la materia de los sueños. Como esta se escurre, engorda, se desinfla, cambia de color o forma. Allí aprendió mucho sobre la felicidad. Sobre cómo escoger a su propia familia. Sobre la amistad. Quizás aprendió más sobre todo eso, que sobre periodismo, pero aun así, siempre recordará aquellos años con tremendo cariño, y a las personas que se quedaron en su vida desde entonces, como regalos inesperados de un destino que fue generoso al cruzar sus caminos. 

También quería viajar. Ver el mundo. Conocer personas, paisajes, carreteras, aeropuertos. Quería volar. Y voló. Doce años. Nueve países. Dos idiomas consolidados. Muchos amigos y amigas que recordar, aunque ya no estén en su día a día. Gente interesante, intrépida, flexible, tolerante y abierta que le enseñó mucho sobre cómo crecer de verdad, desde adentro. Y aunque siempre tuvo ciertas dificultades, por su carácter disperso y un tanto peregrino, de conservar demasiadas amistades de unas etapas a otras de la vida, aún recuerda esos nombres, esa lluvia, ese frío, ese calor, ese desierto, esas noches, esas cajas de juguetes, esas sonrisas, esos idiomas que afloraban entre vasos de cerveza, ese bagaje de inestimable valor, esas clases de inglés con resaca, esos niños, esas casas, esos trabajos de mierda, ese volante a la derecha, esas mochilas, esos albergues, esos campings, esos vuelos low cost… Lo recuerda todo. Y todo lo guarda como tesoro perpetuo. Como cimientos de su persona. Como pilares de su desarrollo. Liverpool, Toronto, Nouackchott, París, Amsterdam, Estambul, Oporto, Roma, Dublín… y tantas otras. Tantas ciudades, pueblos y calles que vieron pasearse a su juventud, de la mano de sus sueños. 

También quería escribir. Es lo que siempre quiso. Vivir a lo grande para contar la vida, con permiso de los maestros y maestras que habían despertado ante ella entre los libros que bebía sin respirar. Con García Márquez viajó a Macondo para nunca regresar. Pablo Sapag y Pérez-Reverte le enseñaron la guerra. Con Galeano recorrió la sangre latinoamericana. Y con Almudena Grandes visitó España, su carácter y su historia. Y viajó atrás en el tiempo con Simone de Beauvoir para poder observar de frente a la mujer que era, a la que sería, y a las que la acompañaban. Amuebló con reflexiones de Virginia Woolf su habitación propia, y pintó versos de Benedetti y de Neruda en todas las esquinas de su alma. Persiguió a Federico García Lorca. Pastoreó con Miguel Hernández. Y con muchos otros y otras viajó en el metro, en el tren y en el autobús, recorriendo las arterias y las venas de la ciudad sin fin que ya se había convertido en su casa. 

Y ardió bajo sus pies Malasaña. Y los bares más rockeros de los bajos de Argüelles. Luego Lavapiés y su flechazo multicultural. Después tuvo un barrio y en él, también un bar. Y amigos y amigas con los que reír, con los que debatir en la barra, con los que agotar aquellos años felices. Muchas se marcharon y ya nada volvió a ser lo mismo. Pero seguía siendo su casa, su lugar. Otras venían. Se quedaban un rato y volvían a cambiar las caras, las luces y las sombras de aquella preciosa ciudad de los sueños. Mientras tanto, ella pasó por trabajos, alguno vocacional, precioso y mal pagado. Otros de mero trámite con promesas de jugosas nóminas que quedaron sobre el escritorio porque, para bien o para mal, nunca aceptó firmar hipotecas sobre sus sueños. Hizo muchas cosas por su profesión y por su pasión. Hizo otras tantas creyendo que el mundo podía cambiar,y coqueteó con la política, pero no se entendieron, y se asomó a los lugares más injustos, y gritó a los cuatro vientos que había que cambiar las cosas, y sintió el sufrimiento ajeno, y lloró por no poder hacer gran cosa, pero hizo lo poco que pudo. Pero ni cambió el mundo, ni cambió su profesión. Y desde luego su pasión tampoco cambio, y entre pasos, etapas, contratos, parones, manifestaciones, descubrimientos y frustraciones, siempre corrieron ríos de tinta desde sus dedos. Siempre escribiendo. Siempre contando y contándose para qué vivía así. 

Y llegó él. Y ella le enseñó la ciudad con entusiasmo. Y él la pilló con ganas, a ella, y a la ciudad. Y volvieron a arder las calles para los dos, para que ellos pudiesen pasear su amor al calor del asfalto. Y montaron un nido y se vieron crecer. Y luego llegó ella y lo cambió todo. Lo llenó de risas, de llantos también, de preguntas con y sin respuesta. Iluminó cada rincón del nido. Resonaron sus carcajadas por milenios en las ondas perdidas de su universo particular. Y aprendió. Aprendieron. Y no fueron dos, fueron tres. Y fueron felices en aquella ciudad que, decían, no era ciudad para criar un amor como aquel. Y aunque ella nunca estuvo deacuerdo, pasó el tiempo y aumentaron las preguntas y disminuyeron las respuestas. De pronto, como nunca antes, necesitaba otra cosa.

Un día decidieron que volarían de allí. Que querían volver a casa. A la otra casa. Porque allí se sentían de hecho, en su hogar. Pero ahora tocaba otro ritmo, otro estilo, otro horizonte. Es difícil expresar lo que se siente cuando sabes a ciencia cierta que un camino se termina, pero lo sabían. Ella lo sabía. Así que metió sus cosas en unas cajas, y en la furgoneta que siempre soñó y que ahora tenía, abandonó Madrid por una carretera hacia el sur. Con su familia de cinco, sus grandes amores y mejores compañeros. A su espalda, agitaban el pañuelo los sueños inconclusos, todo lo que quedó por hacer. Pero también sonreían despidiéndose todas sus metas logradas, las ilusiones y los sueños con los que nunca negoció y que finalmente fueron de ella. Todos le decían adiós (o hasta pronto) menos uno: el de siempre. El sueño más viejo. La pasión más grande de todas iba dentro de esa furgoneta y dentro de su corazón: su vieja máquina de escribir, su ordenador de letras desgastadas, sus decenas de cuadernos y libretas con manuscritos e ideas, sus bolígrafos favoritos. Ellos sí volvían con ella a su primera casa. Si ellos estaban acompañándola, ¿qué podía salir mal? 

Y de pronto comprendió que, aunque la pena le estuviera agitando en la cara esos doce años de felicidad, el futuro les miraba con rostro generoso. Al final de esos kilómetros estaba un nuevo horizonte de paz, una familia que siempre la esperó, algunos de las amistades cuyo recuerdo se perdía en la patria infancia y una tierra que le era tan ajena como propia. Volvía a sus orígenes con todo ese equipaje de crecimiento, con todo ese futuro por delante, con todas esas ganas de escribir más que nunca, de verla crecer sin prisas, de amarle a lo largo de los años, de ver a sus padres disfrutar de sus años dorados… En definitiva, volvía con las mismas ganas de comerse el mundo que un día le llevaron a marcharse. Sabía que ahora el mundo tendría otros sabores más profundos, otros olores más serenos, y una voz dulce que le quería recordar a cada momento aquella frase que una señora muy mayor y que había sido emigrante, le dijo en la ciudad de Liverpool hace casi once años: There is no place like home. No hay ningún lugar en el mundo como tu hogar.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Justicia



 En Memoria de Patricia Heras


Por supuesto que hoy ha habido un detonante. Un recuerdo. Un caso que me ha llevado a querer reflexionar para ti sobre el significado de la palabra justicia. De todas maneras, el asunto en concreto pierde su relevancia cuando asistimos día tras día a tantos espectáculos donde la justicia se quedó en casa. Cualquiera, a estas alturas de estas pobres cuatro líneas, tendrá ya en su cabeza su ejemplo particular. Así pues, no nos perderemos en la anécdota, ya que hemos venido a pensar el concepto.
Quizá lo primero que tenemos que responder para nosotras mismas sobre el concepto de justicia es si creemos realmente que esta palabra tenga un significado. Si respondemos que sí, que la justicia significa, importa, que es un valor irrenunciable, que la queremos en el mundo. Y si aún a riesgo de adscribirnos peligrosamente a tanto blablablá enlatado en definiciones vacías de diccionarios con caries, nos declaramos defensores de la misma, entonces, podemos partir a un análisis nada sencillo. No obstante, muy necesario. No podemos declararnos a la primera de cambio buenas personas si no tenemos grabado a fuego lo que significa la justicia, o al menos estemos en el camino de querer descifrarlo activamente. 

Porque la justicia, querida Uve, es un concepto activo, es decir, no se define a sí mismo sino que la definimos cada persona. Normalmente incluso adaptándola a nuestras peculiares maneras de ver el mundo. Lo que para unos es justo, no lo es para otros. Y ahora viene el rizo más grueso del meollo, la justicia universal. ¿Existe? ¿La tenemos? ¿La buscamos? ¿La exigimos? Como ves, fácil, lo que se dice sencillo, no es definir la justicia. 

Mucho más fácil es sentirla, porque ahí está lo importante. Cualquier persona de valores cultivados, humanistas, solidarios, empáticos, observadores. Cualquiera puede identificar dentro de sí el sentir de la justicia. Es ese aleteo interno que te dice cuando una cosa está bien o está mal. Al final el bien y el mal se rigen mucho por la senda de la justicia. Y si alguna vez dudas, que lo harás constantemente, sobre si algo está bien o está mal, puedes acudir a esta extraña y desesperada explicación que pretende darte la herramienta clave: la justicia, es buena, está bien, y además es necesaria. No quiere decir que sus consecuencias sean agradables, deseables, o esperadas, pero son las que tienen que ser para que las interacciones de cualquiera con la vida y con el resto de vidas, vayan por el mejor de los caminos posibles.  

A diferencia de lo que nos venden en el montaje del decorado social, que pretende retener conceptos tan abstractos y sagrados para someterlos a edificios, cargos, togas y normas escritas, la justicia no necesariamente está en el sistema judicial y de hecho, muchas veces escasea por allí. No se la ha visto aparecer por casos sangrantes como el de Marta del Castillo, las niñas de Alcasser, Nagore Laffage, Alfon,  y bueno, una buena ristra. Seguro que también hay quien ha encontrado la justicia administrada golpe de mazo, que no digo yo que no, pero lo que intento que entiendas es que no siempre es así, y sobretodo que la justicia no es una materia sobre la cual alguien ostente potestad alguna. Al final, todos tenemos nuestra justicia, y por encima de todas ellas está la de verdad. 

No te olvides, hija, de que la justicia es un concepto meramente humano. No te compliques la vida analizando si el justo que el león se coma a la pobre a indefensa gacela, a la que un injusto destino ha privado de dientes. Esta norma no les rige a ellos, los animales, sus comportamientos no se pueden ceir a nuestras definiciones de valores, porque éstas han sido creadas por y para nosotras, las personas, la humanidad, y nuestras interacciones con el entorno. Y cuidado también con este ejemplo porque, que un animal no sea sujeto ejecutor de justicia o injusticia, no quiere decir que no sea merecedor de la misma. La justicia es una responsabilidad humana. Fíjate bien: una responsabilidad. Porque los seres humanos somos los únicos (conocidos) con capacidad para ser justos o injustos. La justicia es la motivación que nos debe llevar a discernir sobre qué podemos o no podemos hacer, sobre dónde están los límites y las consecuencias de nuestros actos tanto en sentido individual como colectivo. Es una forma de entender la vida, un pilar que debería ser fundamental en la forma en que nos enfrentamos al mundo. 

Yo deseo que tú seas capaz de desarrollarla entre tus valores. La mereces como cualquiera, respétala aunque no veas a mucha gente haciéndolo a tu alrededor. Ser justa muchas veces es renunciar, siempre es compartir, delegar, dar oportunidades, abrir y cerrar puertas, pasar páginas, olvidar o no hacerlo. Vivir acorde al valor de la justicia es querer lo mejor para nosotros y también para los demás, sin prioridades ni jerarquías, rechazando esas fórmulas arcaicas y antisociales de “primero lo mío y luego, lo de los míos”, no creer que nadie está por encima de nadie, defender los derechos de todas y de todos y la resolución de cualquier conflicto siempre de acuerdo a la verdad demostrable y al análisis sereno y serio de cada circunstancia. 

Supongo que a estas alturas de la carta ya te estarás riendo de tan romántica visión de la justicia. Pensarás en tu madre, tan trasnochada ella, defendiendo actitudes tan difíciles de encontrar en una sociedad en la que todos barremos para nuestra casa. En este punto, no tengo más remedio que lanzarte un reto: rema a contracorriente. Donde todos avaricien, tu entrega y reparte. Donde todos juzguen, tu analiza y observa desde la razón. Donde la gente mienta, tu eleva la verdad que conozcas. Cuando todos miren hacia otro lado, tu señala el desatino, la crueldad, el pasotismo, el abuso, el acoso. Mientras todos crean lo que les cuentan, tu cuestionalo siempre todo. Cuando te digan que no se puede hacer nada para cambiar las cosas, tu hazlo. Porque podemos empezar por nuestra casa a cambiar el mundo, un mundo sediento de justicia hasta el delirio. 

Practica la justicia, enamórate de ella y nunca sueltes su mano. Dos personalidades históricas bien dispares perfilaron con sus reflexiones el concepto de justicia que he construido para mí, y que ahora quiero que sea para ti. Uno decía que tenemos que ser nosotras mismas el cambio que queremos ver en el mundo. Otro decía a sus hijos, como yo hoy quiero decirte a ti, que ojalá seas capaz de sentir cualquier injusticia cometida contra cualquier persona en cualquier parte del mundo, porque esta es la cualidad más hermosa de una persona revolucionaria, de las que verdaderamente tendréis alguna opción real de cambiar el mundo.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Cartas a Uve. No será tu culpa.

Si algún día sufres una violación, querida hija. Grábate esto en lo más profundo: no será tu culpa. Lamentablemente cuento con que la sufrirás, como las sufre tu madre, como la sufrimos todas. ¿Quizás esté exagerando? A mí, afortunadamente y de momento, no me han cogido cinco mandriles (con perdón de los macacos) para penetrarme por la fuerza en algún rincón de cualquier calle o portal de cualquier ciudad de España o del mundo. Pero, ¿sabes? Es tan dolorosamente frecuente que esto pase, que cuando me entero de que a otra mujer le ha sucedido, casi puedo sentir la baba de los monstruos resbalando sobre mi propio cuerpo.

Te violarán. Uve. Como nos violan a todas cada vez que una mujer tiene que pasar por el doble trance de ser violada y además, tener que demostrarlo. Porque para nosotras no hay presunción de inocencia, ni cuando somos las víctimas. Porque nos violan dos veces: con violencia y asalto, o desde el tribunal de turno. En cuanto seas consciente de esto, también a ti te estarán violando devorando tus derechos, tus logros, tus ganas de vivir y tu futuro, que es el nuestro. El de todas las mujeres.

Nos preguntarán que qué narices llevábamos puesto. Que cómo de corta era aquella falda. Que si nos habíamos dado el lote con nuestro agresor. Que si habíamos bebido o nos habíamos drogado. Que si fuimos capaces de sonreír, de viajar, de estudiar, o de vivir, después de aquel trance. Y todo ello será motivo de doble condena: la de la violación que sufrimos y la social, que probablemente sea la peor. Nos condenará la sociedad a la que pertenecemos. Por putas. Por salir de fiesta. Por vestir así o asá. Por no ir acompañadas. Por caminar por la calle. Por no pertenecer a nadie. Por sonreír. Por mirar. Por sentir miedo. Por decir que no. Por decir que sí, o por decir que no después de haber dicho sí. Siempre. Condena. Zorras. Que vais provocando. Putas. Brujas. Liantas. Que vais pidiendo guerra. Eso escucharás. Una y otra vez. Y dudarán de ti, como dudan de todas.

Pero aún así, querida hija, no lo olvides: no será tu culpa. Nunca será culpa tuya.

Será culpa de esta sociedad podrida y machista que no puede meter a cinco energúmenos en la cárcel sin miramientos porque en su barrio dicen que son muy majetes. Será culpa de quienes piensan que si no te cortas las venas tras una violación, es que no te han violado lo suficiente (o los suficientes). Será culpa de quienes cierren los ojos y sigan creyéndose la milonga de que las bromas machistas del whatsapp son solo chiquilladas, incluso cuando la broma gire en torno a un potencial delito. Será culpa de quienes bajan la mirada ante tu historia. De quienes sienten vergüenza y tratan de hacértela sentir a ti. De quienes cuestionen tu moral o tu ética sin saber nada de tu vida. De quienes no se pongan de tu parte. Todos y cada uno de ellos tendrán la culpa. Nunca, nunca tuya.

Y no estarás sola, Uve. Como no lo está C. Como no lo estará nunca más ninguna mujer que sufra este agravio, esta violencia, este sinsentido. Porque aquí estamos. Tu madre la primera, para gritar que ya basta. Porque todas somos violadas cada vez que tocan a una hermana, a una compañera. Porque queremos una justicia que nos ampare, que no nos cuestione, que no nos infantilice, y no vamos a parar hasta conseguirla, aunque sea lo último que hagamos. Porque os lo debemos a vosotras nuestras hijas, se lo debemos a las violadas, se lo debemos a las muertas, a las acosadas, a las humilladas, a las puestas en duda, a las maltratadas. A las mujeres, se lo debemos. A la humanidad. A la vida. Y no vamos a parar.

En nuestra sociedad, la violación es algo cultural, hija. Por ello, harto frecuente. Más allá de la oscura escena de asalto en callejón hay un mundo de posibles abusos basados en las necesidades sexuales aparentemente incontrolables de los hombres. Puede violarte alguien de tu entorno, un amigo, tu propia pareja.  Cualquiera que no entienda que no, significa simplemente no. Hay violaciones sin forcejeos, violaciones sin asalto, violaciones casi sin violencia. Pero todas ellas se basan en una misma premisa: solo las necesidades de él importan. La mujer las satisface. Punto y final. Y si no queremos asumir ese papel de muñeca hinchable, pues existe la posibilidad de pasar a mayores escalas de violencia para someternos. O de sencillamente no aceptar nuestra negativa y pensar que "no2 significa "bueno, vale". Si le das un beso, ya no hay marcha atrás. Porque le has provocado. Porque son machos hasta las cejas de testosterona y esa potencia es incontrolable. Eso te contarán. Así se justificarán, señalándote a ti como responsable y detonante. Pero no es verdad, hija. Son ellos. La realidad es que nuestra sociedad les ha enseñado que son gente importante y que nosotras estamos ahí para ellos, en términos sexuales y en todos los demás.

Por que, si te violan, hija. Si nos violan. No somos más que las víctimas. No somos culpables. Nunca responsables de lo que otros piensen que hicimos para promover la violación. Este aberrante acto solo tiene un culpable: el que viola. El violador. O los violadores. Y la cultura podrida que los ampara. Nadie más, y nadie menos. No dejes que te engañen pensando que podrías haberlo evitado si hubieras dicho esto o hecho aquello porque no es cierto. Ese tipo de monstruos buscan nuestro dolor, nuestra humillación, nuestro sometimiento para sentirse poderosos por unos instantes y abandonar un momento ese tremendo vacío que le debe dar a una persona cuando es gentuza de la peor clase. Luego se irán a casa a dormir la mona, o a comer con su familia que le encuentra tan entrañable, o a seguir tomando copas, o a buscar a su próxima víctima. Y tu vida estará destrozada para siempre. La tuya. La suya. La de tantas.

Ojalá nunca te pase algo así de forma directa. No puedo desear, ansiar, otra cosa como madre. Pero si que tengo la esperanza de que seas capaz de sentir como propia la violación de todas tus congéneres. Que sepas diferenciar la víctima del agresor, porque esta sociedad de cloaca no te lo va a poner fácil. Que seas una más de esta tribu de solidaridad feminista que grita a los cuatro vientos y sin miedo que ninguna mujer violada estará nunca sola. Que nosotras las creemos. Que seremos sororidad para ellas, y azote implacable para cualquier escoria que pretenda seguir haciéndonos daño.

Aquí estaremos. Siempre que las violen. Siempre que nos violen.

martes, 3 de octubre de 2017

Cartas a Uve. Esta España nuestra.



Algún día, querida Uve, te contaré en qué días escribí para ti esta carta. Y quizás así puedas entender un poco más todo lo que espero que sientas o hayas comprobado sobre tu país para entonces. 

Vaya por delante que tu madre no es mujer de banderas. Creo que nacemos donde podemos y, sobretodo, donde nos toca. En ese sentido no entiendo que alguien se rasgue las vestiduras por una tela de colores. Y que me perdonen. No se me eriza el vello al oír himnos. No beso banderas más que la de la libertad, como decía Lorca, aquella en la que yo también “bordé el amor más grande de mi vida”. 

Sin embargo, me gusta el país en que he nacido. Me gustan tantas cosas de él como las que detesto, seguramente. Esto es como la familia, conoces un lugar tanto desde dentro que al final, conoces sus virtudes y las ensalzas, pero también sus defectos, y te enervan. 

A mí me emociona la España que parió a Cervantes; a la Generación del 27 con sus Sin Sombrero; la de las Luces de Bohemia, tan esperpéticamente cruda; la que forjó a un rebelde; la que observó con poesía los campos de castilla. La misma que vio hizo convivir tres religiones en tantos lugares de su geografía, sobre la que se edificaron algo más que monumentos, regalos de la humanidad: esa Alhambra, esa Sagrada Familia, esa Catedral de Santiago y tantas, tantas otras maravillas. Me emociona sobretodo el pueblo, el mismo que se ha matado a trabajar en los campos de nuestra Extremadura o de Andalucía, que han regado de sudor y esfuerzo el futuro de sus familias y han dado de comer a un país entero con una humildad que es su tremenda grandeza. Me tocan el corazón todas y cada una de las regiones del norte, con todos sus acentos y sus idiomas, su sensacional comida, sus imponentes paisajes, su Camino de Santiago, probablemente uno de los mejores viajes que se pueden hacer en la vida. El Mediterráneo y sus playas, casi reventadas de ladrillo, pero que aún conservan lo mejor: sus gentes bañadas de pura luz de sol y uno de los mejores estilos de vida del mundo. Esos Castellanos castizos que nos contaron hilarantes historias de lazarillos y abrieron las puertas de nuestras primeras universidades. 

Esa España que es la de verdad, la de sus gentes, la de la obra de sus pueblos. 

Y digo pueblos. Porque somos un país hecho de pueblos. De naciones, incluso. ¿Sabes? Un Estado y una Nación no son lo mismo. Demasiada gente los confunde y creo que algunos de los peores conflictos de entendimiento de los pueblos vienen de esta confusión. Un Estado es un país, es decir, un territorio unificado bajo una misma administración política, económica, social. La nación es otra cosa mucho más seria, tiene que ver con el corazón. La nación es la verdadera patria de uno, de donde se siente. Esto se puede corresponder con esa unidad administrativa que es el Estado, o no. La nación no se puede imponer, jamás. En el caso de España, resulta que hay varias naciones conviviendo en el mismo Estado. Así de ricos somos. Un puñado de naciones compartiendo cultura, sumando idiomas y dialectos, respetando nuestras diferencias, enriqueciéndonos unos a otros. Al menos, estas son algunas de las oportunidades que yo observo cuando pienso que vivo en un Estado Plurinacional (ahí queda ese palabrejo). 

En lo vergonzante, hija… España también tiene lo suyo. Demasiado a menudo pecamos de intolerantes, tenemos miedo a lo diferente, nos conformamos, y lo que es peor, nos partimos la cara entre nosotros mismos. De eso, sabemos un poco. Reventar nuestro medio ambiente tampoco se nos da mal. De gobernantes corruptos lo sabemos todo, probablemente. De votarles con sorprendente insistencia, también. De salir más a la calle a corear a futbolistas que a exigir justicia cuando nos quitan nuestros derechos, pues también. Y de creernos todo lo que sale en las noticias o en las redes sociales, ni hablemos. Eso se nos da de miedo. Somos un pueblo –o un conjunto de pueblos- fácilmente agitable, inflamables, a veces un poco becerros, por qué no decirlo. Siempre vamos de cabeza y actuamos antes de pensar. Somos increíblemente amables con la corrupción, y dramáticamente duros con quien piensa de forma diferente a nosotros. Poco dialogantes si no nos dicen lo que queremos oír. Hemos vertido nuestra propia sangre, y no siempre hemos sabido recogerla. España tiene grandes oscuridades, casi a la altura de sus virtudes.

Ojo, que no se me escapa que aún quedan justos y justas en Gomorra. Afortunadamente creo y estoy convencida de que tenemos un país lleno de buenas personas en todos y cada uno de sus rincones.

Para superar estos pecados nacionales que tanto arrastramos, te propongo una cosa. Mira frente a frente a la gente de tu país. A la de verdad. A la que se levanta temprano para trabajar y paga sus impuestos para que todos podamos compartir una calidad de vida. A la que tolera las diferentes formas de entender la misma cosa y pregunta lo que no sabe. A la que piensa que la patria no es una cuestión de colores ni músicas sino de trabajo en equipo para que las cosas funcionen. A quienes ayudan a los demás sin preguntarles de donde vienen, tengan el acento que tengan, incluso hablen el idioma que hablen. A las que no caen en tópicos generados para tensionar ciudadanos contra ciudadanos.  Busca a la gente de verdad en este conglomerado de orígenes, de ideas, de historias, de culturas que es España. Habla con ellos sin que medie la política ni ningún medio de comunicación y descubrirás un panorama absolutamente distinto al que te muestras desde las altas esferas. Viaja por tu país, descubre sus rincones y deja que te sorprendan, que lo harán. Escucha cada historia, visita cada pueblo, sonríe cuando no comprendas lo que te dicen porque lo hacen en otro idioma, enseguida volverán a la lengua común con amabilidad y respeto. 

No tengas miedo de ninguna región ni de ninguna nación de España. Son tus pueblos hermanos. Muéstrate siempre tolerante y podrás enriquecerte con todo lo que tienen que ofrecer. Regala amor y no recelo. Pregúntales cómo se ve la vida desde ese rincón de tu propio país, y cuéntales lo que observas de España desde tu balcón. 

Dijo Salvador Allende: “La historia es nuestra y la hacen los pueblos”. Eso sí es un noble himno ante el cual yo me descubriría. Toda una declaración de intenciones que espero que quieras adoptar. Tú, siempre al lado del pueblo, comprendiendo, defendiendo al pueblo. De España y de dónde sea. Disfruta de tu país y olvídate de dónde ponen otros sus fronteras. Siéntente de dónde quieras y respeta los sentimientos de pertenencia de los demás. 

Y sobre todo, y por favor te lo pido. No odies hija mía. No odies. Que ya se ha odiado demasiado en esta España nuestra.