sábado, 21 de noviembre de 2015

Pues yo me alegro

Efectivamente, yo me alegro. Aún a riesgo de escandalizar a alguien porque no esté entre lo políticamente correcto alegrarse de la muerte de nadie. Entiéndame bien. La muerte en sí del dictador me da igual. El cese de sus funciones vitales, sus últimos días agonizantes, su larga enfermedad. Todo eso no me alegra, simplemente me resulta indiferente. Pero me alegra que de una vez por todas picase billete y por fin se fuese para siempre. Me alegro de su desaparición. Y si algo lamento es que no hubiera sido un poquito antes. Igual así sus últimos fusilados no habrían sido tales y puede que nunca se escribiera la canción por la cual llevo mi nombre, pero habría sido un sacrificio más que justo llamarme de otra manera. Me alegro de que por fin este país tuviese otra oportunidad de encontrar el norte, aunque a toro pasado veo que se desaprovechó. Pero siempre es mejor tenerla y cagarla, que simplemente vivir bajo yugo siempre y sin ninguna esperanza de cambio.a ver si sucesivas oportunidades se gestionan mejor. Ahí lo dejo.

Pues sí, me alegro. Me alegro de que aquel 20 de noviembre la mano de hierro del General Franco cesara para siempre en su tembleque meramente estético, ya que jamás titubeó para firmar sentencias de muerte. Me alegro por los muertos, por los de la guerra y por los de la represión; me alegro por los desaparecidos, me alegro por los presos políticos de entonces, me alegro por las mujeres de la época y por las nacidas en democracia, me alegro por los niños que nacieron ese día y los siguientes y en cuyas memorias la dictadura no tendría ya un hueco. Si. En definitiva, me alegro de la muerte de Franco.

No puedo alegrarme de como se gestionaron las cosas, sin duda. No puedo alegrarme de tener que seguir viendo como este país rinde pleitesía al hijo del heredero del asesino después de bailarle el agua al padre largos años. De eso no puedo alegrarme. No puede provocarme ningún recogijo el hecho de que mis muertos sigan esparcidos por las cunetas de España. Porque si, para mi son mis muertos. Y yo tuve la inmensa suerte de nacer en democracia (aunque sea con minúsculas), pero tengo memoria y un especial interés por vivir sin que me tomen el pelo, motivos por los cuales he estudiado lo suficiente como para saber que no es cierto que las dos Españas fueran iguales. Que una se levantó en armas contra un gobierno democráticamente elegido en las urnas. Que una fue la primera en verter sangre y la otra no hizo sino defenderse. Y que la misma que desencadenó la barbarie fue la que permitió que ejércitos fascistas bombardeasen a su propio pueblo sin ninguna piedad. Y por lo tanto los muertos no se pueden equiparar. Porque mientras los de la masacre de Paracuellos (argumento cansino donde los haya para tratar de poner a los dos bandos a la misma altura) fueron honrados y recordados durante toda la dictadura como héroes, los de Badajoz fueron tratados como animales y los torturados todavía hoy tienen que aguantar que gentuza como Billy el Niño se pasee con total impunidad por las calles de Madrid como un ciudadano más y para más inri con medallas al mérito policial. Eso por poner solo dos ejemplos del trato de unos y de otros.

No somos lo mismo. Esto no quiere decir que las heridas no puedan cerrarse. Pueden y deben, pero no así. No barriendo bajo la alfombra. Las heridas históricas de este calibre se cierran con esmerada cirujía política: abriendo las fosas, identificando los cuerpos y entregándolos a los familiares y por qué no, indemnizando a las víctimas. Sentando en el banquillo a los criminales que siguen vivos sin que vengan a intentarlo desde otros países y señalando sin miedo a quienes ya no viven pero que merecen pasar a la historia como lo que fueron: asesinos, torturadores, o meros estómagos agradecidos del régimen que contemplaron sin interceder las barbaridades que sucedieron en aquellos años de terror. Quitando sus nombres de nuestras calles y plazas y sus reconocimientos y justificaciones de nuestros libros de historia.

Haciendo eso, lo básico, podremos cerrar las heridas. Se trata básicamente de poner las cosas en su lugar, y llamarlas por su nombre. No se trata de rencores ni de venganzas sino de justicia. Yo no viví la guerra civil, no me interesa ponerme a estar alturas a partirme la cara con nadie y creo que ese es el sentir mayoritario de mi generación. Pero no puedo evitar apenarme cuando escucho a una señora de más de setenta años llorar porque lo único que quiere en el ocaso de su vida es llevarse consigo un hueso de su padre. Sinceramente, creo que no es tanto pedir. Y quiero dárselo. A ella y a todos los que tienen que llevar flores a las cunetas en lugar de a un nicho digno. ¿Por qué, si se supone que todos somos iguales, todavía hay españoles que no tienen derecho a enterrar a sus muertos con dignidad?

No obstante, y aunque quede aún mucho por hacer, he de decir que me alegro. Aunque se muriese en su cama. Aunque el Franquismo sea el único fascismo que no ha pasado por tribunales de justicia internacional. Aunque todavía en el año 2015 seamos el país con más desaparecidos del mundo solo por detrás de Camboya. A pesar de todo eso y de todos los trapos sucios que nos quedan por lavar, me alegro y siempre me alegraré de la muerte del dictador. Simplemente porque su presencia supuso aquel terror, aquella barbarie, aquellos cuarenta años que nunca deberían haber existido.