Efectivamente, yo me
alegro. Aún a riesgo de escandalizar a alguien porque no esté entre
lo políticamente correcto alegrarse de la muerte de nadie.
Entiéndame bien. La muerte en sí del dictador me da igual. El cese
de sus funciones vitales, sus últimos días agonizantes, su larga
enfermedad. Todo eso no me alegra, simplemente me resulta
indiferente. Pero me alegra que de una vez por todas picase billete y
por fin se fuese para siempre. Me alegro de su desaparición. Y si
algo lamento es que no hubiera sido un poquito antes. Igual así sus
últimos fusilados no habrían sido tales y puede que nunca se
escribiera la canción por la cual llevo mi nombre, pero habría sido
un sacrificio más que justo llamarme de otra manera. Me alegro de
que por fin este país tuviese otra oportunidad de encontrar el
norte, aunque a toro pasado veo que se desaprovechó. Pero siempre es
mejor tenerla y cagarla, que simplemente vivir bajo yugo siempre y
sin ninguna esperanza de cambio.a ver si sucesivas oportunidades se gestionan mejor. Ahí lo dejo.
Pues sí, me alegro. Me
alegro de que aquel 20 de noviembre la mano de hierro del General
Franco cesara para siempre en su tembleque meramente estético, ya
que jamás titubeó para firmar sentencias de muerte. Me alegro por
los muertos, por los de la guerra y por los de la represión; me
alegro por los desaparecidos, me alegro por los presos políticos de
entonces, me alegro por las mujeres de la época y por las nacidas en democracia, me alegro por los
niños que nacieron ese día y los siguientes y en cuyas memorias la
dictadura no tendría ya un hueco. Si. En definitiva, me alegro de la
muerte de Franco.
No puedo alegrarme de
como se gestionaron las cosas, sin duda. No puedo alegrarme de tener
que seguir viendo como este país rinde pleitesía al hijo del
heredero del asesino después de bailarle el agua al padre largos
años. De eso no puedo alegrarme. No puede provocarme ningún
recogijo el hecho de que mis muertos sigan esparcidos por las cunetas
de España. Porque si, para mi son mis muertos. Y yo tuve la inmensa
suerte de nacer en democracia (aunque sea con minúsculas), pero
tengo memoria y un especial interés por vivir sin que me tomen el
pelo, motivos por los cuales he estudiado lo suficiente como para
saber que no es cierto que las dos Españas fueran iguales. Que una
se levantó en armas contra un gobierno democráticamente elegido en
las urnas. Que una fue la primera en verter sangre y la otra no hizo
sino defenderse. Y que la misma que desencadenó la barbarie fue la que permitió que ejércitos fascistas bombardeasen a su propio pueblo sin ninguna piedad. Y por lo tanto los muertos no se pueden equiparar.
Porque mientras los de la masacre de Paracuellos (argumento cansino
donde los haya para tratar de poner a los dos bandos a la misma
altura) fueron honrados y recordados durante toda la dictadura como
héroes, los de Badajoz fueron tratados como animales y los
torturados todavía hoy tienen que aguantar que gentuza como Billy el
Niño se pasee con total impunidad por las calles de Madrid como un
ciudadano más y para más inri con medallas al mérito policial. Eso por poner solo dos ejemplos del trato de unos y de otros.
No somos lo mismo. Esto
no quiere decir que las heridas no puedan cerrarse. Pueden y deben,
pero no así. No barriendo bajo la alfombra. Las heridas históricas
de este calibre se cierran con esmerada cirujía política: abriendo
las fosas, identificando los cuerpos y entregándolos a los
familiares y por qué no, indemnizando a las víctimas. Sentando en
el banquillo a los criminales que siguen vivos sin que vengan a
intentarlo desde otros países y señalando sin miedo a quienes ya
no viven pero que merecen pasar a la historia como lo que fueron:
asesinos, torturadores, o meros estómagos agradecidos del régimen
que contemplaron sin interceder las barbaridades que sucedieron en
aquellos años de terror. Quitando sus nombres de nuestras calles y
plazas y sus reconocimientos y justificaciones de nuestros libros de
historia.
Haciendo eso, lo básico,
podremos cerrar las heridas. Se trata básicamente de poner las cosas
en su lugar, y llamarlas por su nombre. No se trata de rencores ni de
venganzas sino de justicia. Yo no viví la guerra civil, no me
interesa ponerme a estar alturas a partirme la cara con nadie y creo
que ese es el sentir mayoritario de mi generación. Pero no puedo
evitar apenarme cuando escucho a una señora de más de setenta años
llorar porque lo único que quiere en el ocaso de su vida es llevarse
consigo un hueso de su padre. Sinceramente, creo que no es tanto
pedir. Y quiero dárselo. A ella y a todos los que tienen que llevar
flores a las cunetas en lugar de a un nicho digno. ¿Por qué, si se
supone que todos somos iguales, todavía hay españoles que no tienen
derecho a enterrar a sus muertos con dignidad?
No obstante, y aunque
quede aún mucho por hacer, he de decir que me alegro. Aunque se
muriese en su cama. Aunque el Franquismo sea el único fascismo que
no ha pasado por tribunales de justicia internacional. Aunque todavía
en el año 2015 seamos el país con más desaparecidos del mundo solo
por detrás de Camboya. A pesar de todo eso y de todos los trapos
sucios que nos quedan por lavar, me alegro y siempre me alegraré de
la muerte del dictador. Simplemente porque su presencia supuso aquel
terror, aquella barbarie, aquellos cuarenta años que nunca deberían
haber existido.