Hace días que quería abordar el tema de la tragedia de Santiago.
La verdad
es que con casos como este, te sientas ante las teclas, página en
blanco, y
tarda en salir algo que exprese mínimamente lo que supongo muchos
compartís
desde los últimos días: el desasosiego, la impotencia, el miedo
incluso ante la
tremenda fragilidad con que se rompe la vida humana así, de
repente y sin previo
aviso, ese sentimiento de que podría haber sido cualquiera. Esta
inmensa
tristeza.
Han muerto setenta y nueve personas. No quiero ni pensar en que
condiciones.
Simplemente iban de viaje, de bautizo, de vacaciones, de fiesta, y
se han
quedado en el camino. Así es la vida humana, sujeta a tanto azar,
a tanta
casualidad fatal, a esta lotería a veces infame donde tu número
puede salir de
repente.
Aunque también es cierto, y he aquí el dilema sobre lo humano y
lo divino
que seguramente no desvelemos aquí y ahora –y quien sabe si lo
haremos- sobre
la naturaleza de quienes suelen sufrir este tipo de tragedias:
siempre el
pueblo. Eso me hace sentirlo mucho más, porque quienes iban en ese
tren eran
trabajadores, personas probablemente de bien, de las que se ganan
la vida como
pueden, y que no van pensando en si los mecanismos de seguridad a
los que encomiendan
su vida van o no a funcionar. Cuando se suben al tren ni lo
piensan: saben que
lo harán, saben que su vida no peligra, cuando la realidad en
ocasiones es
cruelmente distinta.
No es precisamente ahora tiempo de emitir juicios ni a unos ni a
otros. Sin
embargo, algunos juicios populares y mediáticos ya comenzaron
mucho antes de la
detención del maquinista. Por supuesto, y sin ánimo de eximirle de
la culpa que
pueda llegar a tener en el suceso, creo que es el momento de
ampliar las miras
y no demonizar al trabajador, el maquinista, el último cabo en la
cadena de
seguridad que habría que mirar con lupa, así como tener en cuenta
a los
organismos responsables de dicha seguridad a la hora de repartir
responsabilidades.
De momento, parece que este ejercicio no se está haciendo, y lo
lamento
desde el punto de vista periodístico, porque la tónica está siendo
la
demonización del maquinista desde los propios medios y no me
parece justo. Como
suele decirse, “cada palo que aguante su vela”, y si el maquinista
tiene que
responder ante la justicia así o hará, solo sería bueno que
pudiera hacerlo con
el respeto de los medios de comunicación, algo que ya parece
difícil.
En 2006 tuvo lugar un accidente igualmente brutal en el metro de
Valencia al
que se dio carpetazo con el mismo argumento: el maquinista fue
considerado
máximo y único responsable del siniestro. Claro que en esta
ocasión estaba
cantado porque el conductor del metro falleció en la tragedia.
Hoy, años
después, este argumento se cuestiona, y asociaciones de víctimas
siguen aún
reivindicando una investigación donde se tengan en cuenta ciertas
negligencias
en materia de seguridad responsabilidad de la administración
pública. Para que
las víctimas de Santiago no se vean en esas: abandonados y
olvidados por el
gobierno, año tras año reclamando justicia, debemos parar ya con
la
criminalización sistemática de una sola persona, y tratar de ver
más allá.
Teniendo en cuenta los antecedentes y que en este país siempre han
gustado
mucho las “cabezas de turco”, es el momento de observar la
investigación y
esperar los resultados para emitir críticas.
Mientras tanto, todavía hay que tragar con las fotos de rigor,
así funciona
el juego. Uno no tiene bastante con tener que enterrar a un
familiar cuya vida
ha sido cercenada por la adversidad más dramática, sino que además
tiene que
recibir el pésame de los de turno: realeza, presidentes, políticos
en general.
He de reconocer que me emocionó la intervención de Núñez Feijoo
pero las demás,
la verdad, me han dejado fría.
La madre de una joven de dieciocho años fallecida en el tren, con
toda la aflicción
que pueda estar sintiendo teniendo ante sí lo que probablemente es
lo peor que
le puede pasar a una madre: perder una hija en la flor de la vida,
sin
oportunidades para despedidas y con tanta vida por compartir,
todavía ha tenido
el coraje de llamar a las cosas por su nombre y despreciar a
quienes han ido a
hacerse una foto a costa de su desgracia de la que probablemente
saquen notable
rédito político. Es justo a lo que me refería. La foto sigue
siendo importante,
menos mal que ya hay quien sabe diferenciar la paja del grano,
como aquellos
que les negaron el saludo a los príncipes, suceso que por cierto,
ningún medio
ha recogido. Qué sorpresa.
Además de reflexión y desahogo personal, este artículo pretendía
ser un
homenaje a los vecinos de Angrois, que estuvieron muy a la altura
de las
circunstancias ayudando a los heridos antes incluso de que se
personaran las
autoridades y el personal sanitario. Demostraron con creces que
hay gente
maravillosa y muy capaz de mirar por los demás, algo que no suele
a menudo verse
tras el opaco velo de individualismo y pensamiento egoísta que
suele rodearnos
en nuestra cotidianeidad. Estas personas me han reconciliado con
el ser humano
para una buena temporada, junto con los donantes de sangre que
acudieron en
masa al llamamiento, junto a tantas y tantas personas que han
sentido en lo más
profundo de sus corazones una tragedia que es de todos.
Y a quienes tienen que reponerse y curar las heridas físicas y
psicológicas,
toda la fuerza y el apoyo junto con los mejores deseos desde Los
Días
Inciertos, aún más inciertos desde el 24 de julio.
Alba Sánchez
Siempre ,siempre es el pueblo.El pueblo de cuyo sudor viven los "poderosos".Ahora quieren quitarnos el 10% del sueldo ,dicen que eso creará empleo.
ResponderEliminarComo decía siempre es el pueblo el que da ejemplo de todo"ver la historia".Hoy ha sido gente sencilla y trabajadora "el que tenga trabajo que esa es otra" para esa gente anónima de las que me siento orgulloso de pertenecer mi más profundo respeto y mi admiración sin límites.