Leyendo la prensa -actividad que sigo haciendo pese a la ferviente oposición de mi cardiólogo- he encontrado otro montón de mierda con el que podría deleitaros soltando mis venenos verbales más enfurecidos, pero he decidido que me estoy cansando de hacerme tan mala sangre los domingos por la tarde, que ya de por sí son bastante duros, así que esta semana vamos a descansar de ladrones, corruptos e injusticias varias, y vamos a hablar de algo más humano y más bonito, que también hay mucha belleza en el mundo esperando unos ojos con mirada hábil.
En esta ocasión voy a atender a la petición de un buen lector y atinado comentarista del blog, para que veáis que escucho todo lo que pueda enriquecer Los días inciertos, y que me encanta que participéis :)
En el mundo de las prisas, de la moda extrema, del sálvese quien pueda y de la “eterna juventud”, ya se habla muy poco de ellos. Pero ellos siguen ahí siempre, en la brecha. Son las claves de bóveda de las familias en muchos casos, y los que llevan sobre sus hombros el peso de los años de todos los demás, de sus glorias y de sus desventuras, de sus anhelos y sueños. Son nuestros abuelos.
Esos humildes libros de historia vivientes que se atrincheran en la faldilla con un buen brasero en invierno, o sacan la butaquita de plástico “al fresco” en verano. Los hay de muchos tipos: de boina calada, de ducados negro, de bastón, de cayado, de permanente, de luto, de combinación, de mandil... hay para todos los gustos, pero casi todo el mundo coincide en que el suyo o los suyos son los mejores. Y por supuesto lo son.
Nuestros mayores son esas personas que vieron desde el palco de los años todo lo que nosotros creemos erróneamente que hemos inventado, desde la inocente soberbia de la juventud. Ellos nos han enseñado y ayudado en tantas cosas, que no puedo creer como todavía hay gente que los aparca sin más en una residencia para no volver a visitarlos jamás, o les desprecia cuando se hacen más mayores de la cuenta y necesitan algo de ayuda. Cuán egoístas podemos llegar a ser, y qué olvidadizos, cuando a la hora de pedirles la ayuda que nosotros necesitamos tiempo atrás, jamás nos cortamos un pelo, y eso si hubo si quiera que pedirla. A los hechos me remito: los abuelos son los niñeros del siglo XXI por excelencia, y muchas mujeres les deben el poder haber compaginado su derecho al trabajo con su dedicación a su familia, cuando las cosas aún eran más dificiles para ellas.
Y lo cierto es que desde los ojos del nieto que sabe ver y apreciar lo que tiene delante, el inmenso amor que su abuelo o abuela les regala nunca pasa desapercibido. Quienes hemos tenido la suerte de poder decir eso de “mi abuelo o mi abuela es la mejor” coincidiremos en que esa figura de sabiduría calma y serena ha aportado a nuestras personas grandes dosis de confianza y amor -por todo lo queridos que nos hemos sentido a su lado- de saber -si hemos sido lo suficientemente listos como para atender a lo que tenían que contarnos- y de respeto -por la figura que representan-. Amén de otras muchas cosas, en definitiva el buen abuelo o la buena abuela, siempre habrá hecho de nosotros mucho mejores personas.
Nos refugiábamos en ellos cuando las regañinas de nuestros padres caían sobre nosotros, las vimos presumir ante toda su corrala de amigas de lo guapo/alto/listo y un sinfín de halagos más era su nieto -nosotros-, nos consolaron, nos acunaron, nos curaron las heridas, nos alimentaron. Sin ser sus hijos, y como si fuésemos el más importante de todos ellos. Su amor siempre fue absoluto e incondicional, y nos entregaron y entregan muchos momentos de los años más tranquilos de su vida para hacer que la nuestra, que cada vez resulta más asfixiante, sea un poco más fácil.
Siempre con su granito de arena, siempre con una sonrisa, con un caramelo, con un gran beso que te hace pitar los oídos, con una comida que te quita todas las penas, con su tiempo, con su paciencia. Siempre con nosotros, observando como caminamos entre oleajes de futuros inciertos.
Siendo tanto lo que nos aportan estos, los buenos abuelos, los mejores de cada una, mientras podamos disfrutar de ellos, por qué no aparcar esa indiferencia tan característica de la época actual hacia todo lo que no sea “fashion” o “cool”, y sentarse a escuchar alguna historia de la guerra, o del hambre, o de cuando Franco era cabo. La memoria histórica está viva en cada uno de ellos, y nosotros somos parte de lo que ellos fueron, somos su relevo, los que tenemos que extraer de ellos lo mejor para dejarlo para siempre a nuestro lado, para que siempre vivan con nosotros en forma de sus mejores frases, gestos, historias, chistes y todo aquello que siempre recordaremos a través de los años. No es tan difícil, solo se trata de no tener prisa, y saber escuchar y observar lo que algún día serás tu mismo -con suerte-, y darles el mismo trato que querrías para ti. O lo que es lo mismo, devolverles todo el cariño que vertieron en ti, y que sin duda merecen.
Este artículo está dedicado:
A todos los buenos abuelos y abuelas: a los míos a los que no conocí, a mis padres que lo serán pronto (jeje), y a todos en los que ahora mismo estéis pensando con cariño, pero en especial...
A mi abuela Victoria Arias, de la cual nunca olvidaré que lo último que me contó en vida fue un chiste, y lo último que hicimos juntas fue reírnos.
A mi abuela Dionisia Fernández, que aún vive y que para mí es un regalo.
Y a Victoriano Bermejo, en nombre de un nieto que no podría estar más orgulloso de él.
Bonita semana a todos!!!
Alba Sánchez